domingo, 21 de diciembre de 2014

Vivir (ikiru) 1952


Director: Akira Kurosawa

GuiónAkira Kurosawa, Shinobu Hashimoto, Hideo Oguni

Nacionalidad: Japón

SinopsisKanji Watanabe es un viejo funcionario público que arrastra una vida monótona y gris, sin hacer prácticamente nada. Sin embargo, no es consciente del vacío de su existencia hasta que un día le diagnostican un cáncer incurable. Con la certeza de que el fin de sus días se acerca, surge en él la necesidad de buscarle un sentido a la vida.

En 1950 Akira Kurosawa conquista Venecia con Rashomon, una muestra de su maestría plasmando una única verdad, la de la subjetividad subyacente en el narrador de un relato. Como consecuencia de ello creció el interés por el cine nipón, lo que se tradujo en la posterior internacionalización de éste. Cuatro años después estrena Los siete samuráis (1954), un jidaigeki (cine de época por lo general protagonizado por samuráis) que no sólo revolucionó la manera de filmar la acción (uso de tres cámaras o el ralentí como atenuante del dramatismo del combate) sino que inspiró a numerosos directores occidentales como Francis Ford Coppola, Steven Spielberg o al romano Sergio Leone, el cual plagió el argumento (y algunos planos) de Yojimbo (1961) para inaugurar su trilogía del dólar (y el subgénero del spaghetti western) con Un puñado de dólares.



Entremedio, en 1952 tenemos Vivir, algo muy alejado de un mundo regido por el feudalismo y el bushido (código de honor samurái). Se trata de un gendaigeki, es decir, una película que busca profundizar en los males de la sociedad japonesa del momento, lo que a día de hoy podríamos llamar drama social. Vivir evidencia un seguido de dolencias del sistema, la anulación del individuo en el puesto de trabajo, el ensimismamiento en el dinero, el estancamiento de la burocracia, las diferencias y la moral que afectan al relevo intergeneracional. Y no estamos hablando de una película de Yasujiro Ozu, Kurosawa trata estos temas, pero al contrario que su compatriota, no hace reposar la cámara sino que se vale del virtuosismo y de la esteticidad plástica para hablarnos con imágenes.


Dividida en dos partes muy diferenciadas, el relato se inicia mostrando la cotidianidad tediosa del protagonista, un hombre mayor al cual poco le falta para jubilarse. No se inmiscuye en su trabajo, no le pone ningún tipo de interés. Sus colegas de profesión (casi todos) tampoco están motivados, el sistema burocrático es fallido, los ciudadanos se ven desamparados ante el complejo entresijo interdepartamental. En cuanto es diagnosticado de cáncer, su (muerte en) vida cambia.


Al regresar a su casa se inicia un juego de flashbacks oportunamente intercalados en los momentos en las que el hombre observa fotografías de su difunta esposa y de su hijo, calando en el alma del espectador, haciendo entender mediante escaso metraje que ese hombre renunció a toda su vida por sacar adelante a un hijo quedándose viudo cuando éste aun era un niño pequeño. Siendo testigo de todos sus éxitos y sus fracasos, acompañándole desde su infancia hasta su madurez. El arrebato de amor paternal que nos ofrece Kurosawa es cruelmente cortado mediante la irrupción del primogénito y su esposa. Comentan lo interesados que están en el dinero del padre, despreciándole aun viviendo en su casa.


Si la desazón de nuestro protagonista no podía ser más triste, decide ahogarse bajo el sabor del sake, único aislamiento a la realidad laboral y familiar de los cabeza de familia japoneses de los 50 o los 60. Allí decide junto a un parroquiano gastar todo el dinero ahorrado en una gran juerga. Nace el subepisodio más triste de la historia. El enfermo se enfrasca en un periplo nocturno de alcohol, música y mujeres. Se palpa la irrealidad de lo que le rodea, la falsaria sombra de diversión, la artificiosidad de la felicidad camuflada en las luces de neón, las canciones y las chicas de compañía. La gran mentira de la evasión japonesa, mucho más infeliz que la infelicidad esimismada de su triste y gris realidad cotidiana.


El tercer subcapítulo, reúne al maduro Kanji Watanabe con una de sus jóvenes compañeras de trabajo. La confrontación entre lo viejo y lo joven, la pesadumbre y la vitalidad, lo masculino y lo femenino, se vive de manera certera, gestando en el espectador un seguido de emociones que ayudan a profundizar sobre el sentido de la vida, sobre como lo nuevo puede sobreponerse a lo antiguo.

La revelación final que obtiene Watanabe es mostrada en la segunda mitad del film mediante un salto entre flashforwards y flashbacks que intercalan su funeral con el camino recorrido en su puesto de trabajo durante esos cinco meses anteriores a su muerte. Callando sobre su enfermedad, incluso a su propio hijo, se vuelca en el deseo de hacer las cosas un poco mejor para su pueblo. Se comporta como un aténtico patriota, forjando el cambio de los tiempos, enfrentándose contra funcionarios superiores en el orden jerárquico. Se acaba con la época de la obediencia ciega, ni el es un samurái que deba recibir órdenes ni la vida es algo que se pueda perder a la ligera. Toma las riendas de su puesto de trabajo y él solo planta cara a un sistema burocrático pernicioso, cumpliendo los deseos de las mujeres que en una de las primeras escenas del film se ven privadas de disfrutar su parque por culpa del escurrimiento de tareas por parte de las diferentes secciones del ayuntamiento.  Como es normal, tras quitárselo encima debido a su muerte, sus superiores no escatiman en desprestigiar y borrar su legado, atribuyéndose sus éxitos. No hay que dejar que se convierta en un ejemplo a seguir, a ellos ya les va bien como funciona todo.


Tan descomunal estudio sobre la vida y la muerte del individuo y su postura en la sociedad, se cierra de manera magnífica, regalándonos la belleza plástica de la filmación del cielo, yendo de la mano de John Ford.




Luis Suñer 

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